San Josemaría, un santo siempre joven

Conferencia de clausura del Cardenal Herranz en el simposio 'San Josemaría y los jóvenes', que tuvo lugar en Jaén los días 19 y 20 de noviembre de 2010.

Hoy se celebra en la Basílica de San Pedro en Roma el Consistorio para la creación de veintidós nuevos Cardenales. Debería estar allí, pero he justificado mi ausencia no sólo por la imposibilidad de cambiar la fecha de esta conferencia, sino porque me había ya comprometido a venir a este hermoso y prometedor Simposio, que se enmarca en la preparación de la próxima 'Jornada Mundial de la Juventud' y, por eso, también en lo que el Santo Padre considera una acuciante necesidad actual, para la Iglesia y aún más para la sociedad civil

Me refiero a la urgencia de afrontar el desafío de la emergencia educativa de la juventud y, más concretamente, de no dejar que la cultura de lo superficial y de lo efímero propia de la sociedad consumista esterilice los anhelos que en los corazones jóvenes claman por ideales nobles y grandes, capaces de dar verdaderamente sentido y belleza a su existencia.

Me habéis invitado a hablaros del tema que titula vuestro entero Simposio: 'San Josemaría y los jóvenes'. Centenares de miles –quizás ya millones– de jóvenes en todo el mundo han meditado las siguientes palabras de San Josemaría, un santo que los conocía bien y con el que he tenido la gracia de convivir día a día durante veintidós maravillosos años: "Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor...". Por esa ya bien adquirida familiaridad ideal entre la juventud y San Josemaría, y porque a los jóvenes interesan sobre todo los testimonios de vida, permitidme que yo –joven Cardenal de ochenta años– articule esta conferencia más que con proposiciones doctrinales, con recuerdos personales, centrados alrededor de tres concretas fechas del calendario.

Primera fecha: 21 de noviembre de 1950

En las primeras horas de la tarde de ese día, en un centro madrileño del Opus Dei situado en el primer piso de una casa de vecinos de la calle Padilla, se nos moría repentinamente de un ataque cardiaco Suso Garrido, un joven universitario de veinte años, que se había preparado con gran ilusión para viajar a Italia el día siguiente con destino al Colegio Romano, centro internacional de formación del Opus Dei en Roma. San Josemaría, presente esos días en Madrid, vino inmediatamente a rezar ante el cadáver de Suso y a estar con nosotros que, como es comprensible, estábamos muy impresionados por lo sucedido

Yo no conocía personalmente al fundador del Opus Dei. Este primer encuentro con él, con el Padre, iba a dejar en mi alma una siembra de paz espiritual y de esperanza sobrenatural, que los sesenta años transcurridos desde entonces no han podido cancelar ni difuminar en el pasado.

Un encuentro así, en tan singulares circunstancias, además de ayudarme a comprender la riqueza espiritual y el espíritu juvenil de San Josemaría, me reafirmó en la decisión de total entrega a Dios que yo había tomado apenas unos días antes, a mis veinte años –como los de Suso– de juventud abierta ilusionadamente hacia el futuro. Me explico.

Yo había conocido el mensaje del Opus Dei ese verano, durante el servicio militar en un campamento de las Milicias Universitarias. Aprendí poco a poco a buscar y mantener una entrañable amistad personal con Cristo, cultivada en la lectura y meditación del Evangelio y en la Eucaristía.

Comprendí pronto que en realidad era Él quien me había buscado, y nuestra amistad fue creciendo con toda naturalidad, en medio y no a pesar de las tareas ordinarias de la vida en el campamento: instrucción en orden abierto y en orden cerrado, atletismo, clases teóricas y maniobras de estrategia militar, desfiles... Con mis amigos del Opus Dei aprendí a tomarme verdaderamente en serio el ser cristiano, el luchar por ser fiel a los compromisos bautismales de santidad personal y de empeño apostólico.

Ya antes, y como bastantes de mis compañeros de estudio o de deporte, sentía en mi alma un ansia de cosas grandes, de dedicar mi existencia a ideales altos aunque fueran arduos. Era una serena inquietud, que reflejaban bien estas palabras de un poeta que me gustaba leer, José María Valverde: "Tú, amigo, tú que tienes veinte años, dime: ¿qué vas a hacer con ellos?". La respuesta la había encontrado en otra pregunta con no menor ímpetu juvenil, que en un libro de espiritualidad –Camino– nos hacía a los jóvenes un sacerdote, Josemaría Escrivá: "¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor?" (n. 790).

Esas "cosas mundanas" eran entonces, como lo son hoy, los falsos dioses de las tres principales concupiscencias que tientan al hombre herido por el pecado original: el ídolo de la avaricia y del poseer a toda costa ("concupiscencia de los ojos"), el ídolo de la lujuria y de la droga ("concupiscencia de la carne") y el ídolo del poder ("soberbia de la vida"). Tres concupiscencias que acompañan inseparablemente la naturaleza humana caída. El autor de Camino lo sabía, pero lo que Josemaría Escrivá nos pedía a los jóvenes era que no dejásemos que nuestro corazón se envileciese rindiéndose vergonzosamente –por falta de lucha ascética– al culto de ninguno de esos ídolos. Eso sería sacrificar en el altar de falsos y efímeros 'paraísos' nuestras aspiraciones más nobles y profundas, nuestra sed de verdadera libertad y felicidad.

¡Amigos míos que me escucháis!: podéis comprender con qué gozo he leído ahora, pasados sesenta años, las siguientes palabras de Benedicto XVI en su Mensaje para la "Jornada Mundial de la Juventud" del próximo año en Madrid: "Sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: «nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti» (...) El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud".

"Venid con nosotros tras el Amor". Aquella frase del joven sacerdote Josemaría sonaba en mi corazón a los veinte años como el "¡Sígueme!" de Jesús a sus primeros discípulos junto al mar de Galilea. Me infundía temor y a la vez me agradaba el pensamiento de que esa llamada divina pudiera ser también para mí. Otra frase de aquel sacerdote joven –"El Amor ...¡bien vale un amor!" (Camino, n. 171)– me hirió como una bayoneta.

La gracia de Dios me hizo audaz y decidí entregarme completamente a Cristo, dejar todo para entrar en el futuro más ligero, jugarme la entera existencia a una sola carta: la carta del Amor de Dios. Han pasado sesenta años, y os aseguro que nunca me arrepentí: han sido, están siendo, sesenta años de felicidad. ¡Gracias a Dios!

Pero volvamos a aquél 21 de noviembre de 1950, en Madrid. Yo tenía ante mí al autor de Camino, al fundador del Opus Dei, rezando ante el cadáver de un joven hijo de su espíritu, que la muerte se acababa de llevar a apenas veinte años de edad. Me impresionó la expresión enérgica y a la vez dulce del rostro de San Josemaría y su mirada herida por el dolor pero serena, como transida por un íntimo abandono en Dios, casi un gozo espiritual. Al terminar el responso nos habló del sentido cristiano de la vida y de la muerte; y nos dijo con estas o parecidas palabras: "Hijos míos: para nosotros la muerte significa entrar en la Casa del Padre y encontrarnos definitivamente con la Vida. Suso ha sabido amar a Dios, ha sido fiel a su Voluntad y ha vencido la última batalla de esta guerra de paz y de amor. Ya está junto al Amor... ¡el Amor con mayúscula!".

Precisamente esta expresión de San Josemaría –la vida como "guerra de paz y de amor"– me lleva con el recuerdo a otra de las tres fechas a las que aludí.

Segunda fecha: 31 de diciembre de 1971

Era la tarde del 31 de diciembre de 1971, en la Sede Central del Opus Dei en Roma. En un rato de conversación familiar con los miembros del Centro del Consejo General, San Josemaría nos leyó una nota personal tomada ese día. La nota decía así: "Éste es nuestro destino en la tierra: luchar, por amor, hasta el último instante. Deo gratias!"

Si siempre el cristiano ha de concebir su "destino en la tierra", su vida en la doble dimensión ascética y apostólica, como una "guerra de paz y de amor", esta exigencia vocacional era particularmente aguda en aquellos años de la vida de la Iglesia y del mundo. San Josemaría sufría enormemente ante la confusión doctrinal y disciplinar imperante en amplios sectores de la Iglesia y aún más de la sociedad civil, especialmente entre los jóvenes. La "crisis posconciliar", producida por interpretaciones equivocadas del Concilio Vaticano II, había llevado a una reducción temporalista del mensaje evengélico marginando a Dios y poniendo al hombre como centro, con consiguientes abusos litúrgicos y disciplinares, multitud de defecciones sacerdotales y progresiva disminución de vocaciones.

En el ámbito de la sociedad civil, la llamada "revolución del 68", mezcla explosiva de ideas de Marx, Freud y Marcuse, produjo sobre todo en naciones europeas y americanas cambios sociales muy relevantes: contestación de la noción y ejercicio de la autoridad (tanto religiosa y civil como paterna), desprecio del concepto natural y cristiano de matrimonio y de familia, falso 'feminismo' y absoluta 'liberación sexual', etc. Contra algunos ideales nobles del principio, pronto ahogados por prevalentes tendencias anárquicas, se impuso una filosofía libertaria y nihilista, donde no había lugar para Dios, ni para la conciencia moral, ni para los valores auténticos que ennoblecen la dignidad de la persona.

Josemaría Escrivá, que nos había leído esa exhortación a "luchar por amor hasta el último instante", iba a cumplir, pocos días después, setenta años. No era el sacerdote joven que yo había conocido en Madrid en el lejano 1950. Pero el vigor juvenil de su alma era el mismo, tanto es así que había escrito refiriéndose a un tercero e indirectamente a sí mismo: "Andaba siempre, a pesar de los años, con la juventud madura del Amor" ( Forja, n. 493). Por eso, ante la hecatombe espiritual a la que acabo de referirme y pensando sobre todo en los jóvenes que la estaban sufriendo y a los que él preveía –como ha sucedido– que la deberían afrontar en el futuro, nos dijo: "Inactivos no nos vamos a quedar". Consecuente con el propósito de "batallar por Amor", nos repetía con frecuencia esta consigna recogida después en Surco: "Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen.

–Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad" (n. 864).

Y San Josemaría, junto con una intensísima oración de petición, desarrolló un esfuerzo formidable para poner en marcha numerosísimas iniciativas apostólicas en todo el mundo, especialmente para la formación integral de los jóvenes: colegios, universidades, iniciativas editoriales, clubs juveniles, escuelas de capacitación profesional, etc. Pero dando en todo momento prioridad a la formación espiritual, al encuentro personal de amistad con Cristo. Explicó en una entrevista: "He visto con alegría cómo prende en la juventud –en la de hoy como en la de hace cuarenta años– la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida sincera; cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una conversación de tú a tú; cuando se procura que resuenen en sus almas aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado: vos autem dixi amicos (Ioan 15, 15), os he llamado amigos; cuando se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer, hoy y siempre (Heb 13, 8)" (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 102).

Siempre con ese empeño de formación humana y espiritual de los jóvenes, promovió la preparación de una Biblia popular con comentarios doctrinales y ascéticos que facilitasen la meditación de la sagrada Escritura y especialmente el trato con la santísima Humanidad de Cristo.

Estimuló la difusión y estudio de catecismos y libros espirituales de doctrina segura y, de frente al enfriamiento de la vida de piedad –especialmente de la práctica de los Sacramentos–, fomentó entre centenares de miles de jóvenes la vida eucarística y el amor a la confesión sacramental. "Cor meum vigilat", "mi corazón vigila", le oíamos repetir frecuentemente. Y añadía: "Hijos míos: no se tolera ni en tiempo de paz, en la vida militar, que un centinela se duerma. Pero en tiempo de guerra... No podemos dormirnos".

Queridos amigos: me conmueve pensar qué grande actualidad tienen estas enseñanzas e iniciativas apostólicas de San Josemaría, cuando leo las siguientes palabras del Papa en su Mensaje para la "Jornada Mundial de la Juventud": "Hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y de la sociedad, planteando e intentando crear un 'paraíso' sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un 'infierno', donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza". Y, con expresiones que eran también familiares a San Josemaría, aconseja el Papa a los jóvenes: "Escuchadle [a Cristo] como el verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos. [...] En los Sacramentos Él se nos acerca de modo particular, se nos entrega. Aprended a 'ver', a 'encontrar' a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre el perdón. [...] Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él".

Son enseñanzas que San Josemaría repetía hasta su muerte y nos sigue ahora repitiendo. Pero esta realidad me lleva a la tercera y última fecha que quisiera recordar, brevemente para no cansaros.

Tercera fecha: 26 de junio de 1975

El 22 de mayo, un mes antes de su muerte, San Josemaría había escrito en una de sus notas espirituales: "De la otra vida sólo nos separa un velo tan tenue, que vale la pena estar siempre dispuesto a emprender ese viaje con alegría" (J. Herranz, En las afueras de Jericó, p. 204). Estaba efectivamente bien dispuesto, con su alma siempre joven gozosamente abandonada en su Padre Dios, cuando ese 'tenue velo' se alzó para él pasado el mediodía del 25 de junio de 1975.

Después de besarlo en la frente y de rezar intensamente de rodillas encomendando su alma al Señor, los hijos suyos que estábamos presentes preparamos amorosamente el cuerpo del Padre para trasladarlo al lugar sagrado, la iglesia de Santa María de la Paz.

En los bolsillos de su sotana encontramos junto al santo Rosario dos cosas, que me parece oportuno mencionar a conclusión de este Simposio porque simbolizan bien lo que indirectamente –refiriéndose a otra persona imaginaria– él había dejado escrito de sí mismo: "Andaba siempre, a pesar de los años, con la juventud madura del Amor" (Forja, n. 493). Esas dos cosas encontradas en los bolsillos eran: una agenda o cuadernito de notas y –comprendo que esto podrá sorprender a alguno de los presentes– un silbato, semejante más que al de los árbitros de los partidos de fútbol a los silbatos con los que los jefes de estación ferroviaria hacen partir los trenes. Me referiré primero a la agenda.

En su Mensaje para la próxima "Jornada Mundial de la Juventud" ha escrito el Papa: "Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos para compartir con los demás". Es eso precisamente lo que siempre hizo San Josemaría. En la agenda encontrada en el bolsillo de su sotana, donde solía anotar sus sentimientos de ardiente enamorado y apóstol de Cristo, había escrito alguna semana antes: "Amo a Cristo con toda la fuerza de mi corazón siempre joven... ¿Joven a mis 73 años? Sí, sí, siempre joven: con la juventud de Cristo que es eterna".

Es sabido que cuando, muchos años antes del Concilio Vaticano II, comenzó a enseñar la doctrina sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado implícita en el sacramento del Bautismo, alguien hizo correr en Madrid la voz de que aquél jovencísimo sacerdote estaba loco. Y él comentó: "Sí, tiene razón, estoy loco, ¡loco de amor a Cristo!". Y ese amor lo hacía feliz. Solía repetirnos y lo dejó escrito: "Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado" (Surco, n. 79).

Por eso, su constante empeño apostólico –que a mí me alcanzó a los veinte años– era llevar los jóvenes y en general todas las almas al encuentro personal con Cristo, siguiendo –como ocurre también en el amor humano– los necesarios pasos sucesivos del enamoramiento, que resumía así: "Buscar a Cristo, tratar a Cristo, conocer a Cristo, amar a Cristo". Tratar, conocer y amar la santísima Humanidad de Cristo, del Verbo encarnado, del Dios-Hombre que se abaja, que nos ama y nos busca, que abraza las fatigas y las alegrías del trabajo humano, que se cansa, que prueba el hambre y la sed, que llora el amigo muerto, que muestra una infinita capacidad de amor y de misericordia, que nos llama amigos y entrega su vida por cada uno de nosotros... San Josemaría vivía y enseñaba apasionadamente a buscar este encuentro personal con Cristo, que iluminaba cada hora de su laboriosa jornada vivida con dinamismo apostólico y espíritu contemplativo. Una perfecta unidad de vida, de la que muchos hemos sido testigos.

¿Y el silbato?, preguntará alguno. ¿Para qué le servía el silbato a San Josemaría? Le servía, como un elocuente y simpático símbolo, para poner en marcha el tren, para despertar las almas, quizás adormecidas o distraídas, y ponerlas decididamente en marcha, con audacia juvenil y confianza en Dios, arrastrando apostólicamente a otros con el vigor de una buena locomotora, sin miedo a las nieblas y cuestas del camino. Con frecuencia, bromeando, San Josemaría hacía sonar el silbato junto al oído de uno u otro de nosotros, para estimular si fuese necesario nuestro dinamismo apostólico.

La última vez que se lo vi hacer, al oído de un hijo suyo alemán, fue dos o tres días antes de su muerte. Lo he recordado ahora nuevamente, leyendo las siguientes palabras de otro alemán universal, Benedicto XVI, en su 'Mensaje' a los jóvenes: "La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio [...] se constata una especie de eclipse de Dios".

Como antes os he recordado, San Josemaría percibía ya vivamente esta realidad: la común tendencia del materialismo marxista y del materialismo hedonista a alejar a Dios de las almas y de la vida ordinaria de los hombres. Y sufría al ver que –ante la presión social de los medios y de lo que se comenzaba ya a denominar 'políticamente correcto'– muchos cristianos ajustaban su propia vida a una de las siguientes dos tendencias: "dejarse llevar por la corriente" pagana de lo mundano y de lo efímero, perdiendo la propia identidad cristiana; o bien "auto-marginarse" de la sociedad, encerrándose cómodamente, a la defensiva, en la torre de marfil de un ecosistema propio. San Josemaría consideraba profundamente falso este dilema, porque ninguna de esas dos tendencias corresponde a las exigencias de la vocación divina a la santidad y al apostolado recibida con la fe cristiana y el Bautismo. Por eso dijo con palabras profundamente actuales, como lo son todas sus enseñanzas: "No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir".

Conclusión

¡Queridos amigos!: nuevamente hoy, con los hechos y las enseñanzas de San Josemaría que he querido recordar al finalizar este Simposio, él nos estimula a vivir –y a enseñar a muchos otros a descubrir– la belleza y la grandeza de tener a Dios como Amigo, de saber encontrar cada día a Cristo –el Verbo encarnado, muerto y resucitado– no al margen de las realidades temporales de nuestra vida ordinaria, sino en medio de ellas: "¿Recordáis a San Juan?: A vosotros os escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencísteis al maligno (1 Jn 2, 14). Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!" (Amigos de Dios, n. 221).

He de terminar. Pero ya que vivís en España, especialmente de cara a la próxima 'Jornada Mundial de la Juventud', no quisiera hacerlo sin contaros un pequeño simpático episodio que viví junto al Papa que canonizó a San Josemaría, Juan Pablo II, en su memorable encuentro con jóvenes españoles el 3 de mayo de 2003, en el aeropuerto Cuatro Vientos de Madrid. Se trata de un comentario relacionado con la música rock, que me pareció bastante iluminador del ambiente en que se desarrolló aquella fantástica reunión dialogada del Papa con centenares de miles de chicos y chicas.

Una mujer policía de la escolta que nos acompañó a Madrid, de vuelta del encuentro, me comentó estupefacta ante el espectáculo al que había asistido:

- "¡Este Papa arrastra a los jóvenes más que los Rolling Stones!"

- Sonreí y le dije: "¿En serio? Si el Papa no canta ni toca la guitarra..."

- Y ella contestó, señalándose el corazón: "No. Pero cuando habla hace resonar una musiquilla aquí dentro"

Cuando ya en Roma, y después de dudarlo un poco... por eso del rock, me decidí a contarle al Papa el comentario, me dijo escuetamente: "A los jóvenes les gusta la verdad".

Estaba clarísimo... y lo sigue estando.

A nosotros, queridos amigos, nos toca no defraudarles. Y procurar que otros no los engañen. Podemos estar bien seguros de que en el servicio a este gran ideal apostólico contaremos siempre con la intercesión de San Josemaría y del Siervo de Dios Juan Pablo II.

Julián Card. Herranz Casado